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sábado, 7 de septiembre de 2013

Capítulo 1.

  "Nos mudamos." Así, de sopetón, me lo había soltado mi padre la noche anterior. Yo, obviamente, estaba alucinando. Había vivido toda mi vida en Monte Perdido y ya contaba con terminar el instituto allí, graduarme y, quién sabe, casarme tal vez con alguien de aquel sitio. Pero no.
  Me esforcé por mentalizarme mientras metía las pocas cosas que me pertenecían, que eran sólo mías y no enseñaba a nadie, en cajas. "Raquel me regaló esto", me recordé a mí misma cuando cerré con celo la caja en la que iba un diario que hacía empezado hacía años en el que sólo escribía chorradas. Tiempo atrás, comenzaba con un "Querido diario: hoy me ha pasado algo genial", pero a medida que crecía lo que escribía iba siendo más deprimente, así que lo dejé, como hacía con casi todo lo demás.
  Nunca me había mudado, pero la idea empezó a aterrorizarme. Sitio nuevo, casa nueva, gente nueva. La última parte era la que más me asustaba. Podríamos decir que yo era lo que mi familia llamaba antisocial. No era que no me gustara la gente, pero yo tenía mi círculo de amigos y no se me daba bien tratar con gente que estuviera fuera de éste.
  Carlos entró corriendo en mi habitación mientras yo me levantaba para ir en busca de más cosas. Tenía el ceño fruncido y los brazos en la cadera como hacía cuando estaba enfadado.
  —Mamá ha dicho que nos vamos mañana —masculló mirándome fijamente desde la altura de mi estómago. Abrí los ojos desmesuradamente.
  —¿QUÉ? —No pretendía gritar, pero el tiempo se me estaba echando encima y no lo soportaba. ¿Mañana? Pensaba que sería más tarde.
  Carlos salió corriendo hacia el salón y yo me quedé sola, paralizada.
Nos mudábamos a Santa Tricina, a cientos de kilómetros de allí. Había visto fotos y debía reconocer que, muy a mi pesar, era bonita. Nuestra casa era de dos plantas y tenía un jardín enorme con columpios. En Monte Perdido vivíamos en un piso, así que irnos allí suponía toda una diferencia.
  Olvidándome de lo que estaba haciendo, corrí en busca de mi madre. La encontré en la cocina guardando comida en una bolsa. Cuando entré levantó la cabeza y me miró sorprendida por mi nerviosismo. Irnos mañana significaba no poder despedirme, marcharme sin que nadie se diera cuenta.
  —¿Mañana? —casi gruñí—. ¿Nos vamos mañana?
  Mi madre frunció los labios al entender qué me ocurría. Se levantó lentamente y caminó despacio hacia mí.
  —Sí. —Y, antes de que pudiera contestarla, añadió—: Han sido los del trabajo, han adelantado el traslado y tu padre tiene que estar allí mañana mismo. —Me miró sin mostrar ninguna emoción—. Lo siento.
  Me marché porque sabía que no podía hacer nada. Mis padres estaban teniendo una crisis y si para estar juntos teníamos que mudarnos, lo haríamos. La familia unida, solía decir mi padre.
  A la mañana siguiente nos levantamos temprano. El sol aún no calentaba cuando dejamos atrás lo que yo antes llamaba "hogar". Mi padre no cesaba en su intento por que nos emocionáramos por la nueva casa. Cuando, después de cuatro horas de viaje, aparcamos delante de ésta y bajamos las maletas, pues el camión de la mudanza llevaba las cajas, miré furibunda a mi padre y él bufó.
  —Te va a gustar, lo sé —dijo andando hacia la gran casa que se extendía ante nosotros.
  —Seguro... —murmuré por lo bajo.
  Dos horas más tarde la casa estaba limpia y las maletas en nuestras respectivas habitaciones. La mía era la segunda más grande, en el lado este de la casa. Mi balcón daba a la casa de al lado (exactamente igual a la nuestra) y la cama que habían dejado era de matrimonio. Me tumbé sobre ella y miré el techo. Mi padre se había ido a hacer una excursión a su nueva oficina y mi madre y mi hermano estaban comprando, así que estaba sola. Lamenté de inmediato no haber ido: la casa me daba miedo. "Ojalá tuviese un perro o algo", pensé compungida. Me levanté y corrí hacia el jardín trasero. Fuera el sol de junio me calentaba la piel y corría una pequeña brisa que me movían los mechones que se me habían salido de la coleta. Me dirigí hacia los columpios y me senté. Comencé a moverme cuando escuché un sonido cerca de mí. Paré de balancearme y observé mi alrededor; la puerta estaba abierta, como yo la había dejado, al igual que las ventanas. ¿Me estaba imaginando cosas? Pero cuando vi aparecer a una figura alta por el rabillo de mi ojo, no pude evitar gritar.
  —¡Eh, tranquila! —oí que decía una voz grave mientras yo entraba en pánico y buscaba con la mirada alguna puerta por la que escapar. "¡Violadores! ¡Asesinos!", grité en mi interior, y me sentí estúpida al darme la vuelta y encontrarme con un chico y una mujer que supuse que era madre de éste. Noté como me ruborizaba por mi para nada acertada reacción—. Te dije que no era buena idea venir a saludarlos. Ésta parece loca —masculló el chico a la mujer. Yo fruncí el ceño. ¿Lo había dicho a sabiendas de que le iba a escuchar? "Capullo."
  La mujer avanzó unos pasos hacia mí después de echarle una mirada recriminatoria a su hijo.
  —Hola. Sois los nuevos vecinos, ¿verdad? —Asentí sin atreverme a hablar después de haber hecho el idiota—. Bueno, me llamo Rosa y éste —señaló a su hijo con el ceño fruncido— es Jorge. Hemos venido a saludaros. Hacía años que no había gente nueva aquí. —Me sonrió y yo hice un esfuerzo por no salir corriendo. ¿Desde cuándo la gente venía a saludar a sus vecinos? "Muy de campo", me dije.
  —Patri —le contesté con una pequeña sonrisa, y ella ensanchó la suya.
  —Y ¿están tus padres? —preguntó mirando hacia la casa. Inconscientemente, aún sabiendo la respuesta, miré en la misma dirección.
  —No —dije—, pero si queréis entrar a esperar... —Algo me decía que no les dejara pasar, pero no hice caso. La mujer era de mis estatura y tenía el pelo castaño y corto. Me miró con sus ojos verdes y me ablandé un poco. Con un hijo como el que tenía, lo menos que podía hacer era invitarla a entrar.
  El chico entró con el ceño fruncido mientras su madre murmuraba algo que no llegué a oír. Les hice pasar al salón y miré a cualquier parte menos a ellos. Los de la mudanza traerían todo al día siguiente y sólo había un triste sillón diván para que utilizáramos hasta mañana. Levanté la mirada y pillé al hijo mirándome. Me sacaba por lo menos una cabeza. Tenía el mismo color de pelo que su madre, pero sus ojos eran grises. Fruncí el ceño cuando apretó la mandíbula y miró hacia otro lado. "Dios, qué guapo", pensé muy a mi pesar. "La estupidez le quita belleza", me tuve que recordar a mí misma.
  —Los muebles los traen mañana. —No sé por qué dije eso, pero lo dije. Cuando estaba nerviosa siempre decía tonterías.
  Rosa alejó la mirada de las paredes y me miró sonriente.
  —Os habéis mudado hoy, ¿verdad?
  —Sí —su hijo me estaba mirando otra vez, así que me centré en ella—, necesitaban que mi padre estuviese aquí hoy mismo —dije citando las palabras de mi madre.
  —Oh, ¿os habéis mudado aquí por el trabajo de tu padre? —preguntó. "Maruja", no pude evitar pensar.
  —Sí. Trabaja en una empresa de ventas de no sé qué y le han dicho que si no se mudaba le tendrían que echar. —¿Por qué estaba diciendo eso? ¿Por qué nadie me paraba? Si antes parecía estúpida, ahora creerían que era imbécil.
  Rosa se rió.
  —¿No sabes en qué trabaja tu padre? —Noté cómo me ruborizaba y miré hacia otro lado. "¡Dios" ¿Por qué soy tan idiota?"—. Y ¿sabes ya a qué instituto vas a ir?
  —No, aún no —contesté haciendo un esfuerzo por mirarla, aún notando la mirada de su hijo encima—. Cuando la casa esté lista arreglaremos eso.
  —Claro, claro. —Asintió despacio.
  Podría decir que esos fueron los diez minutos más largos de mi vida, que fue lo que tardaron mi madre y Carlos en volver. Rosa se pasó el resto del tiempo hablando en voz baja con su hijo, dejando por fallidos sus intentos por entablar conversación conmigo. Presenté a mi madre a Rosa y viceversa y subí a mi cuarto con las excusa de que iba a buscar algo. Llevaba dos minutos tumbada en la cama con la puerta entreabierta cuando escuché unos pasos cerca de ésta. Levanté la cabeza y ahí estaba el idiota de turno. Le echó una mirada despectiva a mi cuarto y por último la posó en mí. Yo fruncí el ceño y me incorporé para hacerle frente.
  —¿Qué? —le espeté.
  Él se irguió y yo me levanté de la cama.
  —¿No estabas buscando algo? —preguntó en tono burlón, y yo fruncí los labios.
  —Sí.
  Silencio.
  —Y ¿bien? ¿Qué estabas buscando? —preguntó todavía en la entrada.
  —¿A ti qué te importa? —Le acababa de conocer y ya me caía mal. "Genial, como toda la gente de aquí sea igual lo llevo claro."
  —¿A mí? —masculló soltando un bufido—. Nada, pero mi madre insiste en que te enseñe todo esto y como tu madre está de acuerdo, no tengo escapatoria. —Me mostró una sonrisa torcida—. Vamos, ermitaña, tienes que salir.
  —Pero ¿tú eres...?
  No me oyó, ya había bajado escaleras abajo y por la rapidez de sus zancadas apostaba a que ya estaba en el salón de nuevo.

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